Se trata de Él no de nosotros, no de crear un nombre debajo de este cielo azul, porque el Nombre sobre todo Nombre es Jesús. Nada de qué alardear, nada es nuestro, nada nos pertenece, todo es de Él.
El mundo alardea de sus logros, de haber alcanzado sus sueños, sus ambiciones, sus metas; alardean de sus posesiones, de sus conocimientos y de todo lo demás. El creyente alardea de las horas que pasa en oración, de los estudios bíblicos que hace, de las horas que pasa frente a su Biblia, de los versículos que se sabe de memoria, de sus dones, de sus ministerios, de sus programas religiosos y de su “espiritualidad”.
Pero, todo eso no es nada ante Aquel que lo es Todo, de Él es la fama, de Él es la honra, de Él es el renombre. Que nuestro único alarde sea la cruz del Señor, nada más. Que seamos emancipados por su cruz del deseo de tener fama, renombre entre nuestros hermanos, de desear algo para nosotros mismos, del deseo de alardear. El mundo debe estar muerto para nosotros, incluyendo el mundo religioso con todas sus pompas.
“Yo iré contigo hasta la muerte”, es la voz del que alardea de algo que no es, del que cree que ha obtenido algo y no tiene. La cruz expuso en Pedro lo que no tenía, lo que no era, igual que lo hace con nosotros; la cruz es devastadora cuando es aplicada con rigor en nuestras vidas y expone lo que no somos, lo que no tenemos y creemos serlo y tenerlo. A Pedro no le quedaron ganas de alardear nunca más, entendió que no era confiable, comprendió que nada provenía de él, que todo es dado por Aquel que es el dueño del universo. Pedro descubrió que la cruz es devastadora, que acaba con todo alarde, con toda autosuficiencia, con toda autoconfianza, con todo interés propio, con todo lo que somos en nuestra naturaleza.
Judas era el guardián de la bolsa del Señor y quizás alardeaba de su puesto, era un cargo de confianza, el Señor se la tuvo aun conociéndolo; sin embargo, algo estaba en el fondo de su corazón, algo oculto que salió a la luz ─traicionó al Señor─, esto lo conocemos, lo hizo y sabemos cuál fue su punto de no retorno ─el suicidio─. Esta es la raíz de la codicia, de querer tener algo para nosotros mismos, la necesidad de ser reconocidos, aprobados, de alardear, de tener un nombre. Eso está en la misma bolsa de nuestra naturaleza, escondido en el fondo de nuestro corazón.
Ezequías mostró sus tesoros y alardeó de ellos. Cuando alardeamos de las bendiciones que Dios nos ha dado y las mostramos como trofeos, nuestra naturaleza queda al descubierto y la necesidad urgente de la cruz del Señor en nuestra vida.
Todos los discípulos del Señor podrían haber alardeado de haberlo dejado todo por el Señor y lo hicieron, pero al final todos lo abandonaron, porque podemos renunciar a todo en esta vida, pero si no dejamos nuestro propio camino de nada sirve. Todo quedó expuesto en ellos el día que crucificaron al Señor Jesús. Su mundo religioso, su mundo codicioso, su alarde, sus ganas de ser promovidos, todo fue devastado en aquel día. Podían conocer el Antiguo Testamento de punta a punta y citarlo de memoria, pero eso que conocían doctrinalmente no los salvó de la devastación de la cruz en sus vidas. Cuánta de esa devastación necesita nuestra naturaleza.
Como escribió Gene Edwards en su libro “El viaje hacia dentro”: Lo que es la cruz para mí, no es la cruz para ti. Lo que es una gran necesidad en tu vida, no es absolutamente ninguna necesidad en la de ningún otro. Sí; la cruz vendrá a ti pre entallada y hecha a la medida. ¡Y no te va a gustar! Tus gritos van a ser alaridos que helarán la sangre, y probablemente se los podrá oír desde aquí hasta las puertas del cielo. Cuando ese defecto bien oculto, que aprecias tan íntimamente —el dios de la vida de tu ego— sea por último arrastrado a la luz, ¡oh, pobre de ti! Pero gracias a Dios, el día siguiente será el comienzo de una nueva era en tu vida.
Comments